La falacia que convirtió una obligación en pretexto
Cuando comenzó la polémica por las publicaciones de Juan Antonio Ríos Carratalá en 2019, uno de los argumentos que más sorprendió —y que llegó a abrirse camino en publicaciones, recursos administrativos y contenciosos— fue el siguiente: Antonio Luis Baena Tocón habría sido “figura pública” porque actuó en un acto público durante su servicio militar.
El razonamiento parece sacado de una parodia, pero se utilizó en serio, y con él se avaló que podía hablarse de mi padre como si fuese un personaje expuesto, sometido a un escrutinio sin límites.

1️⃣ Figura pública ≠ haber hecho el servicio militar
El servicio militar obligatorio fue eso: una obligación legal, no una elección voluntaria ni un desempeño profesional.
Quien cumple la mili no adquiere automáticamente la condición de “personaje público”. Si aceptamos semejante premisa, millones de españoles que sirvieron en cuarteles, oficinas o regimientos deberían considerarse “figuras públicas”. Sería tanto como afirmar que todos ellos renunciaron a su derecho al honor por el simple hecho de vestir un uniforme de recluta. Absurdo jurídico en estado puro.
2️⃣ Funcionario ≠ soldado en la mili
Otro error repetido por Ríos es llamar funcionario a quien no lo era.
En 1939, cuando cumplía el servicio militar, mi padre no era funcionario.
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Un funcionario accede a su cargo tras unas oposiciones y ejerce una labor administrativa estable, con derechos y responsabilidades definidas.
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Mi padre alcanzó esa condición años después de terminada la guerra, cuando ya había regresado a la vida civil.
Confundir ambas situaciones —y presentarlo como funcionario en plena mili— es falsear los hechos.
3️⃣ La manipulación persistente: “funcionario desde 1934”
Lo más grave es que Ríos no solo incurrió en este error, sino que lo repitió de forma sistemática en todas las ediciones de su libro Nos vemos en Chicote, afirmando que mi padre era funcionario desde 1934.
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Esa falsedad ya la escribía antes de 2015.
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Después, ante evidencias y documentos, incluso en entrevistas publicadas como Diario de Cádiz en 2025, en otros textos no ha tenido más remedio que reconocer que no era cierto ( aunque dando una versión manipulada autojustificativa llena de buenismo falsario)
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Y aun así, en lugar de rectificar, sigue manteniendo la misma mentira en reediciones posteriores y en otros trabajos, porque necesita esa pieza para construir su relato de “los funcionarios en tiempos de Franco”.
En 2025 ha vuelto a publicar el libro sin quitar ni una coma (pág. 151), con la misma falsedad al respecto. Ni una. Su rigor y sus corporativos colegas palmeros (los que lo sean), estarán satisfechos…
A pesar de sentencias, pruebas y realidades documentadas, su discurso permanece inalterable.
Lo que muestra no es un error, sino una decisión consciente: prefiere reírse de la justicia y forzar la historia antes que admitir la verdad.
4️⃣ La trampa retórica de “figura pública”
La defensa de Ríos y sus apoyos académicos jugaron con la idea de “figura pública” para blindar su discurso: si lo era, entonces se podía hablar de él sin restricción alguna.
Pero la jurisprudencia es clara: figura pública es quien adquiere notoriedad voluntaria o profesional, como políticos, artistas, deportistas o altos cargos. Un joven alférez en prácticas, en cumplimiento de un servicio obligatorio, no entra en esa categoría. Ni entonces, ni ahora, ni nunca.
5️⃣ La incoherencia de fondo
Si se aceptara esa interpretación, cualquier ciudadano que pasara por filas sería automáticamente personaje público.
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¿Un mecánico que sirvió de chófer en la mili? Figura pública.
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¿Un estudiante que pasó un año en la intendencia? Figura pública.
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¿Un campesino que hizo guardias en un cuartel? Figura pública.
La consecuencia sería grotesca: millones de personas sin derecho pleno a defender su honor, solo por haber cumplido una obligación militar.
6️⃣ La falacia convertida en doctrina
El problema no se limitó a la invención de Ríos Carratalá. Lo más grave fue que esa falacia —que mi padre era “personaje público” por cumplir el servicio militar— se convirtió en un argumento repetido en informes y resoluciones oficiales.
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Agencia Española de Protección de Datos (AEPD): en sus resoluciones se apoyó en esa idea para justificar la desestimación de mis reclamaciones.
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Universidad de Alicante (recurso contencioso administrativo): tras darme la razón y con la presión ejercida por el catedrático también se aferró a esa condición inventada para denegar la retirada de los textos con falsedades.
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Órganos judiciales posteriores: la misma noción contaminó sentencias y autos, de manera que, a ojos de la justicia, se reforzó una “realidad” que nunca lo fue.
El resultado: yo perdía recursos (a los que Ríos da máxima y repetida difusión), resoluciones e informes porque partían de una premisa equivocada. Mientras tanto, Ríos se fue creciendo en su falsedad y en su huida hacia adelante, amparado en la comodidad de que las instituciones repetían su versión sin verificar.
Así, lo que debería haber sido una defensa clara del derecho al honor se torció en un callejón sin salida, dando lugar necesariamente al procedimiento civil. Y todo porque se aceptó como verdad lo que no era más que una manipulación: un joven en mili forzosa convertido en “personaje público” para justificar lo injustificable.

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