Sobre planes de pensiones, justicia desigual y el victimismo de quienes manipulan con total impunidad.
En otra reciente publicación, el médico jubilado y escritor Juan Manuel Jiménez Muñoz no se anda con rodeos. Describe la caída de Santos "Cerdín" —dirigente socialista encarcelado por corrupción— con una mezcla de sarcasmo y hartazgo que muchos compartimos, aunque no nos atrevamos a decirlo en voz alta. Lo presenta como parte de una "Banda del Peugeot" que llegó a la política ya corrompida, no para mejorar la democracia, sino para servirse de ella.
La escena que retrata es grotesca: sobrinitas, prostíbulos, contratos, mordidas, amnistías, televisiones compradas y toda una maquinaria de manipulación al servicio de un poder que ha perdido la vergüenza. Y mientras tanto, nosotros —los ciudadanos de a pie— pagando.

Y no es una forma de hablar. En mi caso, ese "pagar" ha sido literal, continuo y agotador. Para poder afrontar los costes judiciales derivados del caso de difamación sobre mi padre, he tenido que recurrir a los ahorros de toda una vida. He rescatado planes de pensiones que Hacienda me ha exprimido sin compasión por haber tenido que sacar cantidades importantes en sucesivos periodos. Lo que debía servir como apoyo en la jubilación, se ha convertido en un castigo fiscal que no solo impide continuar con ciertas acciones legales necesarias, sino que consume el patrimonio que uno esperaba legar a sus hijos. ¿Será para pagar la escena grotesca de la que hablábamos?...
Pero el coste no es solo económico, ni puntual: es estructural, sostenido y desigual. Mientras el difamador se presenta como víctima mediática y recibe apoyos públicos, quien intenta defender la memoria del difamado carga con todo:
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Años de gastos legales en abogados, procuradores, peritos informáticos y médicos;
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Desplazamientos frecuentes a múltiples fuentes archivísticas (militares, civiles, religiosas, particulares, entrevistas con expertos, registros civiles, familiares repartidos por España...);
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Trabajo documental: lectura, informes, reprografía, adquisición de libros y documentación histórica especializada;
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Denuncias en comisaría por delitos digitales: suplantaciones, amenazas, acoso en redes, injurias;
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Y un evidente desgaste psicológico, físico y moral (otra vida...) que no es fácil cuantificar.
Esa es la verdadera desigualdad: la del que lucha contra la mentira con sus propios medios frente al que engaña y difama desde la tribuna y es aplaudido por su entorno ideológico. Porque, no nos engañemos, el señor Juan Antonio Ríos Carratalá no actúa en solitario. Tiene cobertura, proyección, y hasta defensores académicos que lo presentan como mártir… por tener que pagar su propio juicio.
La paradoja no puede ser más amarga: los verdaderos afectados pagan el precio más alto, mientras los que manipulan y difaman desde sus púlpitos ideológicos se revisten de víctimas. Con dinero público, con impunidad institucional, y con el beneplácito de quienes deberían velar por la justicia y la memoria, no por su caricatura.
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