El "enfado" de Yolanda Díaz, la burla académica y la obsesión ideológica que etiqueta según convenga.
En su reciente tercera y brillante parodia, Juan Manuel Jiménez Muñoz retrata a Yolanda Díaz envuelta en un enfado cósmico, geológico, ecológico y hasta chiripitifláutico por la corrupción… de su propio gobierno. “Muy, muy, muy enfadada”, insiste, mientras se burla de una clase política que ha perdido toda coherencia pero se aferra al gesto teatral como si bastara con eso para lavar culpas.
La ironía es clara: quien gobierna no puede pretender ser oposición al mismo tiempo. No se puede estar dentro y fuera a la vez, ni indignarse con lo que tú misma consientes. Pero lo más inquietante no es el cinismo de los cargos públicos, sino el aparato ideológico que los rodea, que justifica lo que haga falta, siempre que el que lo haga sea "de los suyos".

Y ahí entra Ríos Carratalá, el catedrático que no solo interpreta los documentos según le conviene, sino que se permite caricaturizar la trayectoria profesional de mi padre, interventor del Ayuntamiento de Córdoba, con una afirmación tan gratuita como falsa: que “le alteraban los despilfarros de los demócratas”. ¿Y si hubieran sido de otros? ¿Hubiera callado, aplaudido o se hubiera sentido aliviado?
Ese sarcasmo no es inofensivo. Es sectario, burlesco y cruel, porque se lanza contra alguien que ya no puede defenderse. Ríos no critica una gestión ni un hecho probado: construye una caricatura para alimentar su relato ideológico, y utiliza el humor como escudo para no tener que rendir cuentas.
Pero lo que de verdad le molesta a Ríos —y a quienes piensan como él— no es el despilfarro, sino quién lo comete. Si lo hace alguien de su credo, hay excusas. Si lo hace alguien que no encaja en su marco ideológico, entonces es corrupto, reaccionario o fascista. Y si ya está muerto, mejor: no puede replicar.
Esa es la lógica del fanatismo: no importan los hechos, importa la etiqueta. Y como las etiquetas las ponen ellos, pueden convertir a un presidente socialista en ultraderechista, a un técnico honesto en franquista, y a una crítica razonable en un ataque fascista.
Por eso es importante contar lo que ha pasado, aunque no tengamos micrófonos ni cátedras. Porque mientras unos nos llaman a gritos lo que no somos, nosotros nos afanamos en demostrar —con pruebas, archivos y memoria— lo que de verdad fueron quienes amaron el deber, no la ideología.
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