
Jueves, 11 de septiembre de 2025
Siempre me atrajo la Historia. Tanto, que llegué a empezar la carrera en Córdoba, aunque los continuos cambios de destino profesional me obligaron a dejarla en pausa. Ya jubilado, decidí retomarla en la Universidad de Cádiz, con ilusión renovada. Pero esa ilusión se truncó. Las publicaciones y actuaciones del catedrático Juan Antonio Ríos Carratalá me colocaron en el punto de mira, manipulando documentos y construyendo un relato ficticio e ideologizado que afectaba directamente al honor de mi padre fallecido y, por extensión, a toda mi familia. El resultado: tuve que abandonar, no solo los estudios, sino también otras aficiones que me daban vida.
Y lo peor no fue solo el daño personal, sino el descubrimiento de que la historia “oficial” que muchos veneran está plagada de falsedades, tergiversaciones y medias verdades. He visto cómo catedráticos universitarios y reconocidos historiadores, presentados al gran público como referentes, en realidad actúan como propagandistas de determinadas ideas. No buscan esclarecer el pasado, sino justificar el presente. Esa constatación me dejó sin confianza: ¿qué Historia se enseña?, ¿la que pasó o la que conviene contar?
El mundo en llamas
En demasiados lugares del mundo, la violencia se ha convertido en norma. Basta leer la Lista Mundial de la Persecución 2024, elaborada por Puertas Abiertas: “más de 360 millones de cristianos sufren un nivel alto de persecución y discriminación por su fe”. Afganistán, Corea del Norte, Somalia, Libia… países donde la libertad religiosa es un lujo inexistente y donde la vida humana vale menos que la propaganda oficial.
O como señalaba Ayuda a la Iglesia Necesitada en su informe reciente: “en Corea del Norte, los cristianos que son descubiertos son deportados a campos de trabajos forzados como prisioneros políticos o ejecutados en el acto”. Allí la Historia no se falsifica: se borra directamente con sangre.
Europa bajo presión
En Europa, la crispación toma otra forma: la de la amenaza bélica constante. La guerra de Ucrania, que algunos creyeron que sería rápida, se prolonga ya más de una década y se extiende como sombra sobre el continente.
Hoy mismo, titulares como los de RTVE advierten de que Polonia ha elevado su alerta al máximo tras la entrada de drones rusos en su espacio aéreo. La BBC resume con frialdad el peligro: “los incidentes fronterizos aumentan la posibilidad de una confrontación directa entre Rusia y la OTAN”.
Yo lo miro con otra perspectiva: en mi entorno conviven en paz ciudadanos rusos y ucranianos que huyeron de la guerra. Se saludan, colaboran, se ayudan. Si ellos pueden hacerlo aquí, ¿por qué los grandes poderes prefieren alimentar la crispación en lugar de buscar la convivencia?

España crispada
Y llegamos a España. Aquí no caen bombas ni hay campos de trabajos forzados, pero la crispación crece a un ritmo acelerado. Se han resucitado los rojos y los azules, los progres y los fachas, como si estuviéramos a las puertas de 1936.
Un ejemplo claro es el uso sectario de la memoria histórica, que lejos de unirnos, nos enfrenta. Lo he vivido en primera persona: Ríos Carratalá falseando con ficción la historia y presentando como investigación lo que en realidad es un panfleto ideológico; un sistema académico que respalda sin contrastar, y medios que difunden esas falsedades como si fueran verdad incuestionable.
No es casualidad que amigos como el médico y escritor Juan Manuel Jiménez Muñoz adviertan, con ironía, del disparate en que vivimos. En un reciente artículo suyo recordaba que las palabras se han convertido en propiedad privada de quienes las manipulan:
“Hoy, por desgracia, las palabras tienen dueño. Fosa, fascista, progresista, feminismo, ecologista… son propiedad de la izquierda woke, de la izquierda caviar, de la izquierda de salón.”
Y añadía, sobre la crispación guerracivilista:
“Cuando se juega con fuegos guerracivilistas, todos podemos quemarnos”.
Coincido: porque yo ya me he quemado.

En resumen
La diferencia es que en Corea del Norte se mata con fusiles; en Ucrania, con drones; y en España, con relatos. Pero todas esas formas de violencia tienen algo en común: destruyen personas, familias y sociedades.
Y de todas, quizá la más peligrosa sea la que se reviste de ciencia e imparcialidad, cuando en realidad no es más que propaganda disfrazada de investigación académica.
Crea tu propia página web con Webador