Contra la memoria selectiva y el sectarismo académico.
La memoria ideologizada, el silencio ante el error y la herencia de un relato maniqueo.

A propósito del artículo “La continuidad de un largo camino” publicado por Juan Antonio Ríos Carratalá el 20 de mayo de 2025 en su blog Varietés y República, opta por una fórmula que le resulta familiar: entrelazar anécdotas personales con una narrativa ideológica que intenta elevar su experiencia individual a símbolo de una supuesta derrota histórica superada por esfuerzo, cultura y voluntad familiar. El tono es celebratorio, incluso entrañable en su envoltorio. Pero, como ya es habitual en sus publicaciones, bajo esa pátina de emotividad, se deslizan sin pudor los viejos recursos del sesgo, el agravio revivido y la falsa dialéctica entre vencedores y vencidos que tanto daño ha hecho a la convivencia y a la verdad histórica.
Esta vez, no menciona directamente a mi padre, como ha hecho reiteradamente en libros, artículos y entrevistas para convertirlo en emblema del “engranaje represivo” de la dictadura. Pero lo hace de forma indirecta, con los mismos mecanismos de distorsión: proyectando una división moral de la historia, donde unos, como su padre, representan la cultura truncada por el franquismo, y otros, como el mío, son presentados como parte del aparato opresor, incluso cuando simplemente cumplían un servicio militar obligatorio, cuando su profesión no era militar, y cuando nunca ocuparon el papel de verdugos que él les atribuye con frialdad narrativa pero implicación ideológica.
No es la primera vez que el catedrático habla de su servicio militar —y del de su padre— como experiencias diferenciadoras que, por contraposición, permiten descalificar al otro. Él, becario después de la mili; su padre, derrotado al volver del frente. Y en el otro extremo de su imaginario, los “vencedores”, entre los que sitúa sin matices ni documentación veraz a personas como mi padre. Esta estrategia, que a menudo pasa desapercibida, constituye una forma de reescribir la historia familiar de los demás a conveniencia del propio relato.
Por eso es necesario preguntarle al profesor Ríos Carratalá:
—¿Qué diferencia había entre su paso por el servicio militar y el de aquellos a quienes etiqueta como “militares franquistas”? ¿Acaso no recibió órdenes? ¿No se enfrentó a abusos de poder, humillaciones, castigos o arbitrariedades? ¿No conoció injusticias en los cuarteles durante la Transición?
Y sobre todo:
—¿Qué autoridad moral le permite convertir en represores a quienes, como mi padre, cumplieron ese mismo servicio en condiciones mucho más duras, bajo una dictadura, y sin posibilidad de elegir?
Convertir el cumplimiento forzoso de una obligación legal en prueba de afinidad política es una manipulación consciente. Más grave aún cuando, como ha hecho Ríos Carratalá en sus publicaciones, se otorgan rangos, funciones o responsabilidades que nunca existieron, ignorando por completo el verdadero oficio, trayectoria o contexto vital de la persona. El problema no es solo que incurra en errores —que ya sería grave en un catedrático—, sino que, cuando se le muestran pruebas documentales de esos errores, elige el camino de la obstinación, del desprecio y del silencio.
Y lo que es peor: en lugar de asumir o rectificar sus publicaciones malintencionadas o erróneas, elige la huida hacia adelante (como viene haciendo desde 2019). Mantiene lo falso, lo amplifica, lo incorpora a nuevas versiones y lo adereza con retórica emocional o referencias literarias para blindarse frente a cualquier revisión.
Esto ha quedado patente tras su condena judicial por intromisión ilegítima en el honor, sentencia que ha evitado afrontar públicamente mientras continúa reeditando contenidos ya enjuiciados.
Esa actitud no es propia de un historiador que se precie: es el síntoma de un sectarismo que desnaturaliza la labor académica y transforma la cátedra en tribuna ideológica.
En este reciente artículo, el profesor habla de relevo generacional, de su hijo doctor, y de la memoria familiar como transmisión de valores. Todo eso es legítimo. Lo que resulta inquietante es que esa memoria heredada parezca construida sobre una visión tan estrecha y excluyente del pasado, que convierte en símbolo de resistencia lo que podría ser una experiencia más amplia y compartida. Ni su padre fue un “perdedor” como él insiste en presentarlo, ni el mío un “vencedor” con privilegios que jamás existieron. Lo que hay son vidas complejas, heridas distintas, esfuerzos silenciosos y muchas personas —en ambos bandos— que sufrieron, callaron o trabajaron dignamente sin convertirse en estandartes ideológicos.
La historia no se construye desde el resentimiento, ni la cultura desde la revancha. Sin embargo, cuando se afirma que “la voluntad de un dictador puede ser quebrada por el empeño de una familia”, se está proyectando a la siguiente generación una lectura falsamente heroica y peligrosamente maniquea. ¿Qué se le está transmitiendo exactamente al hijo? ¿El deseo de conocer, enseñar y dialogar? ¿O la convicción de que el mundo sigue dividido entre los buenos que recuerdan y los malos que deben ser combatidos, incluso desde la tribuna académica?
En nombre del respeto a la cultura, la libertad y la tolerancia —palabras que Ríos Carratalá menciona para concluir su artículo— convendría también aplicarlas a los otros, a los que no entran en su canon ideológico. Porque la tolerancia, si es solo para los afines, no es tal. Y la libertad, si se usa para difamar sin rectificación, se convierte en privilegio inmerecido.
No es la primera vez que el catedrático se coloca como símbolo de resistencia intelectual. Pero la peor forma de dictadura cultural es aquella que se disfraza de justicia histórica mientras margina voces, manipula trayectorias personales y utiliza la cátedra como trinchera para consolidar un relato cerrado, unilateral, excluyente.
En eso, desgraciadamente, sigue siendo ejemplar.
Y lo más preocupante es que este legado ideológico se transmite como si fuera sabiduría, adoctrinando desde la familia y desde la cátedra con el mismo sesgo con el que se tergiversa la historia.
La universidad no puede ser refugio de quien, amparado en la autoridad del cargo, utiliza la historia como arma arrojadiza. La memoria, si no está basada en hechos contrastados, se convierte en herramienta de propaganda.
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